LA PSICOLOGÍA : EL ALMA Y LA CONDUCTA HUMANA ,

domingo, 11 de agosto de 2013

Jacques Lacan . Psicoanalista francés contemporáneo .

Al maestro, con cariño
Una discípula de Jacques Lacan recuerda al gran analista y filósofo francés a cien años de su nacimiento y casi veinte de su muerte.
Por Silvia Beatriz Bolotín
Jacques Lacan nació hace un siglo, el 13 de abril de 1901. Un quartier lujoso de la rive gauche abrigó sus primeros años de vida en París. Cuando Alfred y Emile Lacan, sus progenitores, lo enviaron a estudiar a la rive droite, un conflicto se desató, dado que a comienzos del siglo XX, la burguesía no se desplazaba con facilidad a la otra orilla del Sena.
Este pensador no hizo un relato sobre sus ensoñaciones como Freud, a quien visitó en 1924 en esa Viena que vio los minutos iniciales de la Sociedad Analítica. Jacques Lacan expresó su bibliofilia desde muy pequeño para convertirse ulteriormente en un excelso coleccionista de objetos de arte, haciendo honor a las pretensiones aristocráticas de sus orígenes. El padre, que era un economista, no estimuló su formación intelectual. Mientras que la madre, respondiendo a una formación cristiana, sólo quería tener otros hijos. Pero el destino le llevó un hijo que murió, y parecería que el arribo de Madelaine, en 1903, y de Marc François, en 1908, mitigó semejante pesar. Estos padres se sobresaltaban con el ateísmo de su hijo Jacques que, adoctrinado en una austera educación jesuítica, optaría por la medicina. Y sus miras serían alcanzar un refinamiento exquisito. Cuentan que con el dinero recibido de sus padres se vestía con el aura de un duque, y que guardó ese perfil durante toda su existencia.
En aquel París mítico que alimentaba el recuerdo de la posguerra del milenio precedente, Lacan se destacó como psiquiatra en el Hospital Sainte-Anne de enfermos mentales, donde asistían sus cofrades: Henry Ey y Pierre Marechal, conformando los tres una corte de excepción. Y Pierre Male, que era el hijo de un estudioso en arte románico, fue un amigo íntimo de Jacques Lacan.
Eran los tiempos gloriosos en las artes y las ciencias con personajes como Paul Morand, el Conde de Lautrémont, Erick Satie, Sigmund Freud. Durante los Años Locos, los brillos enceguecedores de las figuras contradictorias de Maurras y Spinoza atrajeron a Lacan. Más tarde, cuando el joven médico se interiorizó en la producción de André Breton, en 1928, desarrollaría con pasión una tesis sobre la “Psicosis paranoica en relación a la personalidad” (1932), que cautivó al provocador movimiento surrealista por su modo único de abordar la locura. Entonces se unió a Salvador Dalí y René Crevel, Michel Leiris, Georges Bataille y André Malraux, el grupo de “disidentes” surrealistas que publicaba sus textos e imágenes en la revista Minotaure. Una época crucial para la “herejía” lacaniana, que proponía un psicoanálisis entendido casi como un juego del lenguaje. Para Georges Bataille y Paul Eluard, por ejemplo, Lacan se parecía al poeta Stephan Mallarmé.
Lacan percibió una revolución en la escritura automática y supuso que Dalí iluminaría al surrealismo con su método “crítico-paranoico” para el desciframiento de imágenes. Pero, lejos de provocar una iluminación, el método de Dalí precipitó la secesión en el movimiento. En 1931, Dalí abandona la escritura automática y Lacan se separa definitivamente del grupo comandado por Breton.
En ese momento, su curiosidad lo lleva hacia la fenomenología (Jean Paul Sartre y Maurice Merleau Ponty). Luego, haciéndose eco de los desplazamientos de la “nueva filosofía”, se encuentra con Claude Lévi-Strauss, de quien admira sus desarrollos en etnología y lingüística: lo que se llama estructuralismo.
En 1953, Lacan toma como consorte a Sylvia Bataille, una actriz de teatro judeo-romano, que lo introduce en los más bohemios círculos de la intelligentsia de vanguardia. Sylvia Bataille había tenido de su anterior matrimonio con Georges Bataille a Laurence, una analista reconocida en la comunidad francesa de nuestros días. Lacan recién se divorciaría de su anterior mujer, Marie Louise Blondin, cuando nace su hija Judith en 1941. Lacan tuvo tres hijos con Marie Louise. Pero esta hija fuera delcasamiento, Judith, está en el centro de numerosas complicaciones teóricas de su vida y de sus obras. Georges Bataille y Jacques Lacan se habían vuelto amigos del alma en el seminario de Kojève.
Su obra sobre el caso clínico Aimée responde ya a la pluma de un gran escritor, pero todavía no muestra la densidad característica de los Escritos (1966). Las obras posteriores (el célebre Seminario) fueron establecidas en Seuil por su alumno y yerno Jacques Alain Miller, que se casó con Judith (quien por su parte publicó una recopilación de fotos de su padre, el Album Jacques Lacan).
Más allá de las discusiones filosóficas que su obra desencadenó, lo cierto es que el pensamiento lacaniano domina la clínica psicoanalítica en Francia desde 1937 y, sobre todo, desde el “retorno a Freud” que, en contra de otras versiones, reclama en 1951. “El maestro” afirmó en muchas ocasiones que “La vida no es trágica sino cómica”, lo que lo llevó a una desmitificación constante. Tuvo innumerables detractores y contendientes (el más virulento, seguramente, fue Derrida, que desmontó su teoría de la subjetividad en La carta postal).
Pero también tuvo y tiene admiradores incondicionales. Como Trotignon, que profetizó que “en veinte años sus acrobacias verbales serán una contribución a la filosofía”. O François Wahl, uno de sus interlocutores, que decretó: “No hay filósofo que pueda evitar el cuerpo a cuerpo con Lacan. Un sujeto, según sus textos, no es más lo que era después de Descartes. Hizo un don de una imagen excepcional del inconsciente”. Y el sucesor de Wahl, el filósofo, dramaturgo y novelista Alain Badiou, confesó su fascinación cuando leyó el Discurso de Roma (1953) de Lacan. En 1960 fue el primero en dar una conferencia magistral sobre ese “tratado esencial” en la Escuela Normal Superior, a pedido de Louis Althusser. En su presentación, Badiou reconoce que la proximidad con el maestro inhibe la producción, como ocurrió con Borges, y declara con énfasis: “Lacan era una referencia potente. En la revista Cahiers pour l’Analyse, de la década del 70, sucedió esto con el comité de redacción y los colaboradores, que nos juramos no volvernos analistas. Esas páginas las escribimos entre Lacan, Miller, Foucault, Milner, Leclaire, Grosrichard, Regnaut, Althusser, etcétera...”. No todos, claro, cumplieron con ese juramento. Recientemente, el pintor argentino Antonio Seguí recordó la asistencia de Lacan a sus vernissages, donde observaba con la fascinación rayana en el fanatismo con que siempre miraba el arte sus clásicos cuadros de hombrecitos con sombreros.
Lacan aseguraba tener más lectores que Freud, y esperó un porvenir cubierto de reconocimiento para sus textos, que juzgaba transparentes. Pero tenía claro el tipo de interlocutores que acudía a su auditorio cuando sentenció: “No escribo para los idiotas”.
El célebre seminario que Jacques Lacan sostuvo durante veinticinco años (1953-1979) ocupa un lugar mayor en la historia del movimiento psicoanalítico, tanto en Francia como en el mundo entero, donde lentamente se elaboraba una teoría a través de la palabra hablada. Recuerdo que, una vez como tantas otras veces, a las 12.15 horas del mediodía en la Facultad de Derecho frente al Panteón, mientras el maestro nos enseñaba uno de sus complejos aportes, “los matemas”, se equivocó. Giró su cara hacia el público y pacientemente nos explicó ese error minuciosamente hasta que pareció caer un telón. La transferencia –vínculo de amor– que Lacan gestó en torno a su voz y a su mirada, según él, trataba del amor–pasión en el lazo entre los seres. Transferencia fundamental del trabajo analítico.
Los hombres de grandes ideas transitan este universo, generando tormentas entre el amor y el odio. Cierto es que ante Lacan (como ante Freud, Foucault o Deleuze) es impensable la neutralidad. Cada uno de sus seminarios arrebataba con una atmósfera excitante ante lo posible y loimposible del saber, ora comprensible, ora inalcanzable, en búsqueda de esa verdad frágil que fue la alegría para Spinoza.
Un hecho insoslayable es que este hombre luchó contra viento y marea, yendo y viniendo de un confín al otro del saber, analizando, polemizando, enfrentando el dolor bajo el signo del amor. Lacan mostró la jerarquía del caballero tierno por momentos, terrible e intrépido en otros. Sus actos se arriesgaron hasta la locura, pero regresó de ella con la exigencia de palabras plenas de sabiduría. Jacques Lacan echó a volar una era incomparable, trazando la diferencia con el artista por ese compromiso de riesgo de una práctica analítica, donde un ser se determina.
Desde 1942 vivió en un departamento en el número 5 de la rue de Lille del VIIº arrondissement, declarado monumento histórico (como la casa de Sigmund Freud en Viena). En esa morada, analistas–colegas, pacientes y notables de la cultura universal se cruzaron en su escalera. Su marca envolvió al cine, pasando por las artes plásticas, para anclar en la literatura.
Recuerdo el alba del miércoles 9 de septiembre de 1981, cuando la llamada de Ginette Michaud, otra de sus antiguas discípulas, me anunció que Jacques Marie Lacan había muerto. Imaginé las hojas de los marroniers de su patio mustias, imaginé los ventanales de su alcoba plegándose, en ese espacio de duelo donde se albergaría la irreversible transformación del psicoanálisis. Ahora resuena el clamor por otro pensamiento centelleante. Por eso, seguramente, la comunidad analítica francesa decidió engalanarse con festejos editoriales para el centenario de este nacimiento. Festejos de la letra escrita, donde reside un eterno retorno al misterioso arte de lo inconsciente.








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